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Europa hacía sonar, por partida doble, sus tambores de guerra y Leo Perutz, rara avis, escribía novelas históricas. El Judas de Leonardo fue la última de ellas. El 4 de julio de 1957, semanas antes de morir, Perutz dejó a punto el manuscrito definitivo, luego de veinte años de tanteos, vacilaciones, enmiendas y largos periodos de sequía.
No creo a nadie capaz de perder el tiempo tratando de distinguir a qué mundo pertenecen los hechos narrados en El Judas de Leonardo: ¿al de la ficción, al de la leyenda, al del rigor documental? ¿Vale en algo que lo que cuente Perutz sea o no sea seguro? Sólo hay algo verdadero: estamos en 1498, a la hora menguante del ducado milanés de Ludovico Sforza, protector de las artes. Eso no tendría importancia si no fuera porque en ese tiempo, y en ese lugar, Leonardo da Vinci se ha instalado en una calma aparente que pone en riesgo la conclusión de la Cena. Le falta un detalle... y grande, le falta la cabeza de Judas: "Entendedme bien, señores, no busco un rufián o un delincuente cualquiera, no, quiero encontrar al hombre más malvado de todo Milán, ando tras él para dar a ese Judas sus rasgos." Podríamos suponer que el argumento encierra la historia de tal búsqueda y fallaríamos por completo, pues El Judas de Leonardo cifra sus páginas en el destino miserable de aquel que habría de llevar el rostro de Judas. Se llama Joachim Behaim; es hermoso, apátrida y corre detrás del dinero.
Roberto Pliego
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